Sálvame es uno de los grandes éxitos de la televisión de los últimos tiempos. Cuatro horas de emisión diaria (ocho horas los viernes) que, seis años después de su arranque en Telecinco, se mantienen con unas elevadas audiencias que, de momento, no presagian desgaste.
Es fácil zapear y caer en las redes de Sálvame. Porque el programa de Jorge Javier Vázquez no es un magazine al uso, es el reality de las entrañas de nuestro propio país. Una radiografía social. Con lo bueno y malo que eso conlleva.
Los colaboradores hablan y actúan como se habla y actúa en la calle, siguiendo y ampliando la estela que incorporó María Teresa Campos en sus 'corrillos' de Día a Día, en los que hizo más próximos los debates sobre reino, corte y sucedáneos. Y, en ese viaje por los sucedáneos, es innegable que Sálvame ha dado en la diana de lo genuino, popularizando el género del programa contenedor rosa hasta convertirlo en un espacio de tele-realidad, en el que la audiencia puede sentirse apasionadamente identificada o tremendamente indignada.
Sálvame genera constantemente sensaciones en el espectador, que espera ver la siguiente barbaridad que sueltan de uno u otro tema. Aunque sus conflictos sean arrebatadamente básicos, aunque sus quebraderos sean de patio de vecinos. Y ahí está la clave del magnetismo del formato: es una corrala donde triunfa el carisma por encima del artificio al que suele atarse la pequeña pantalla. Es el triunfo de la gente no-perfecta, que convierte en espectáculo (casi) todo lo que toca, sin miedo a romper convencionalismos televisivos a favor de su forma de entender el show. Incluso los propios directores del programa terminan siendo reconocibles por el público... o entrevistados en el programa, como ocurrió con Carlota Corredera hace unas semanas, que relató su difícil parto.
Es, en definitiva, una factoría de celebrities de barrio (y polígono). Todo el mundo es susceptible de ser sometido a una sesión de polígrafo a poco que interactúe con cualquier personaje del universo Sálvame. Telecinco los cría y ellos se juntan. Con sus defectos, con sus miserias, con sus traumas, con sus emociones, con sus delirios. Comen en plató, miran el móvil, se aburren de su propio programa en directo (y se nota), pero no pasa nada: entretienen. Porque no pueden evitar ser ellos mismos, excesivamente ellos mismos.
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