OPINION

La historia oculta de agencias de rating

A finales del siglo XIX, la Bolsa de Nueva York se convirtió en el espejo de la economía norteamericana, que aspiraba a convertirse en la más poderosa del mundo. Decenas de empresas hacían cola para salir al mercado de acciones. Muchas de ellas hacían emisiones de papel comercial (bonos, pagarés), y cientos de bancos comerciales o de inversión, especialmente en Nueva York, colocaban esas emisiones, a la par que crecían con la furia por ganar más dinero.

Pero, como suele suceder en el mundo de las finanzas, una operación fallida hizo colapsar todo el sistema. En 1907, una compañía llamada Knickerbocker Trust Company, que había emitido acciones y papel comercial apoyada por varios bancos,  fue a la quiebra y desató una oleada de ventas que hicieron perder a la bolsa la mitad de su valor

Como todo se basaba en un problema de información, los inversores comenzaron a demandar informes de las empresas o de los bancos donde depositaban su dinero: querían saber si las emisiones de papel comercial eran fiables.

Surgieron así casas con Moody’s (1909) Fitch (1913), Standard (1906) y Poor (1860 ) que se dedicaban a elaborar informes sobre la solvencia de las compañías y de sus emisiones de deuda.  Standard Statistics Bureau y Poor se unirían en 1941 para crear Standard & Poor’s.

Casi todas ellas comenzaron analizando el estado de salud financiera de las compañías de ferrocarriles, que se extendían como el negocio de moda por todo EEUU. Por ejemplo, uno de los primeros informes de Moody’s consistió en sus “Análisis de las Inversiones en Ferrocarriles". Luego, añadieron sus valoraciones sobre los bonos municipales de EEUU y más tarde sobre todo el mercado de bonos de EEUU. Y Poor ya elaboraba en el siglo XIX un anuario titulado “Historia de los Ferrocarriles y Canales en EEUU”.

En los momentos de crisis, la gente acudía más aún a estas célebres casas en busca de informes serios, no manipulados y justos. De ahí que su reputación saliera indemne de las grandes catástrofes pues ellos hacían análisis para los inversores, no para las empresas. El vicepresidente de Moody’s afirmaba en un artículo impreso en Christian Science Monitor a finales de los años cincuenta que su firma de rating no recibía “un centavo de las empresas”. Porque si lo hicieran, eso corrompería el sistema financiero.

Pero una famosa quiebra financiera en los años setenta modificó ese punto de vista. La compañía de ferrocarriles Penn Central, que había nacido como una fusión de varias empresas de trenes de la zona noreste de EEUU (la más poblada), no pudo competir con las autopistas ni con los aviones. En 1970 anunció la mayor suspensión de pagos de la historia de EEUU hasta la fecha.

La consecuencia fue peor de la imaginada porque todos los bancos, temerosos de que hubiera más Penn Central en la economía americana, cerraron el grifo del crédito a las empresas. El peligro era evidente: si no había crédito, las empresas caerían como fichas de dominó.

Entonces, esas mismas empresas acudieron a las únicas firmas que podían dar un certificado de solvencia: a Moody’s, Fitch, S&P y las agencias de rating.

Esto planteaba un problema ético: los informes, en teoría, se elaboraban para los inversores que compraban bonos, no para las empresas que emitían bonos. Pero el pastel era tan suculento que de la noche a la mañana, las agencias de rating violentaron sus principios y comenzaron un nuevo negocio. Hacer informes para las empresas y sus emisiones de bonos. Era desde luego muy rentable.

Para su regocijo, la Securities and Exchange Commission se dio cuenta de que las agencias de rating servían para detectar “pufos” financieros. Por ello, y para evitar quiebras futuras obligó a que, si alguien tenía una mala calificación financiera que proviniese de una agencia, tenía que tener un fondo de dinero para prever el fiasco. Y si tenía buena calificación, lo contrario.

Para darle más credibilidad, en 1975 se creó la National Recognized Statistical Rating Organization (la  organización nacional de rating de EEUU) que hoy abarca diez firmas de rating. Pero las importantes son tres. Y las tres son norteamericanas (la británica IBCA se fusionó con Fitch).

Gracias a este cambio de orientación, las agencias de rating fueron incrementando su facturación hasta el punto de que salieron a Bolsa, e hicieron aún más ricos a sus accionistas.

Las tres se convirtieron en poderosas agencias de calificación financiera. Jueces de empresas pero también de países porque sus juicios podían tumbar la deuda soberana de Japón o del Reino de España. El poder de estas agencias es inmenso, como se demostró estos días, cuando Moody's puso en revisión negativa (sólo eso, por ahora) la deuda española, y la bolsa comenzó a tambalearse.

Pero, ¿son independientes unas agencias que comen de la misma mano que pretenden morder?

Sencillamente, no. Lo que pasa es que el debate no estalló hasta la reciente crisis.

Durante la hecatombe financiera que empezó a gestarse en EEUU a partir de 2005, cuando miles de familias dejaron de pagar sus hipotecas porque los tipos de interés subieron, los sofisticados productos financieros que integraban estas hipotecas basura obtenían calificaciones máximas: AAA. Eran estupendas. Pero en realidad eran basura en papel de regalo.

Al no poder detectar a tiempo esta basura, y una vez comenzaron a caer compañías, todo el mundo dirigió la mirada a estas compañías de rating que no habían cumplido su  papel.

Lo malo del asunto es que no se puede vivir sin ellas, igual que un partido de fútbol no puede jugarse sin árbitros. Quizá sus juicios no son los más justos, pitan mal muchas veces, pero sin árbitros, no hay partido que valga. Hay que aceptar sus decisiones.

Pero no deben olvidar cuáles fueron sus principios, y cuáles son ahora sus objetivos.

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