OPINION

'American Idol': Contra el desgaste televisivo, emoción genuina

Este año, está resurgiendo, poco a poco, el interés por los talents musicales en nuestro país. Si hace unos meses nos sorprendió la apuesta musical y escénica de El Número Uno en Antena 3, en otoño Telecinco intentará encandilar a la audiencia con su versión cañí de La Voz.

Más allá de su buena o mala salud en nuestra tele, los talents show musicales siguen enganchando a millones de espectadores en todo el mundo. ¿Por qué este furor? Porque en este tipo de formato se puede conjugar a la perfección una serie de irresistibles ingredientes: la infalible música con grandes puestas en escena, la evolución semanal de artistas con los que es fácil identificarse, el conflicto de superación, la crítica directa del jurado y la emoción del lanzamiento al estrellato de gente de la calle (sí, internacionalmente aún siguen saltando a la fama verdaderas estrellas a partir de estos formatos). Es complicado, claro: no siempre se consigue la coctelera perfecta. Pero, a veces, sí. Y, entonces, se te pone la piel de gallina.

Esto que vais a ver sucedió el pasado mes de mayo, en la final de la undécima edición de American Idol. El desenlace de la temporada fue emocionantemente redondo. El ganador: un chico, de veintidós años y natural de Georgia, con una personal voz e indiscutible carisma en el escenario. Su nombre, también es curioso y fácilmente memorizable: Phillip Phillips (la marca de electrodomésticos no ha tardado en elegirle como imagen...).

Phillips triunfó e intentó cerrar el show cantando la canción que ahora mismo es número 1 en iTunes, Home. Pero sólo lo intentó, porque la emoción le pudo y rompió a llorar a la mitad del tema, mientras llovía una avalancha de confeti. El gran vencedor del talent se quedó mudo. Y no pudo hacer otra cosa que desprenderse de su guitarra y bajar del escenario para abrazar a su familia. En ese mismo momento, concluía la música de Home en un desenlace simplemente perfecto a nivel emocional. Aunque, eso sí, la coreografía de imágenes, planos y música arropó este apoteósico cierre de American Idol con un milimétrico instinto televisivo que está más atado a un guion previo de lo que aparenta.

No extraña por tanto que millones de americanos vibraran y sollozaran en sus sofás, porque se demuestra, una vez más, que no hay mayor fuerza televisiva que sentir que lo que está ocurriendo en la pantalla es esencialmente genuino, que es de verdad.

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