OPINION

La Embajada: lo mejor y lo peor de un pastiche con más culebrón que realismo

la embajada belen rueda
la embajada belen rueda

Se prometía una serie sobre conceptos tan vigentes como la corrupción y la moral, pero La Embajada se ha quedado en un culebrón un tanto prototípico y poco especial, comandado por una Belén Rueda siempre con cara de susto y haciendo cosas inverosímiles. A tono con la serie, porque el principal problema de La Embajada es que es una ficción inverosímil.

Está claro que las licencias dramáticas son obligadas en cualquier serie. Sin trucos de guion no habría ficciones. Pero La Embajada ha pecado de un primer capítulo en el que casi todo sucede de forma tan exageradamente forzada, que parece un folletín poco coherente. Un exceso de casualidades que puede incluso desenganchar al espectador. Sin retorno.

Antena 3 no ha seguido esta vez los derroteros de sus reputadas ficciones Vis a Vis o Bajo Sospecha, con guiones modélicos. En este caso, parece que la cadena principal de Atresmedia y Bambú Producciones ha apostado por un pastiche poco original con aquellos ingredientes que saben que han funcionado en otras series. Un poco de Crematorio, algo de House of cards, tremendismo tipo Scandal, tensiones sexuales prohibidas, hijas pijas encarceladas...

Pero esas piezas de un puzle de manual para el éxito no se han ordenado bien en La Embajada, pues están hiladas con el peor de los calzadores. Difícil de creer que el personaje de Belén Rueda (atención, vienen spoilers) en pleno ataque de celos, por una trampa en la fiesta de su esposo el embajador, huya por un peligroso Bangkok para irse directa al peor callejón. Allí, corre hacia la oscuridad (claro) perseguida por unos chulos pero, por suerte, es salvada por un joven guapo (Chino Darín, hijo de Ricardo Darín) como el que se va tan a gusto a la cama un rato después. Por supuesto, ella no sabe que el guapo es el novio de su hija, que aún ni siquiera ha llegado a Tailandia.

La telenovela de toda la vida, ahora desde una exótica embajada de anuncio. El melón que nos faltaba por abrir. Pero no acaban ahí las coincidencias. La hija del embajador acaba después en la cárcel porque decide irse a una discoteca con un desconocido (interpretado por Maxi Iglesias). En la discoteca ella abandona su bolso (lo normal en un país desconocido) para que le metan sustancias ilegales con toda tranquilidad y poder acabar esa misma noche detenida. Más casualidades del destino.

Lo mejor de La Embajada (y esto sí es marca de la casa de Bambú) son las interpretaciones de muchos de sus actores, con unos estupendos Abel Folk, Raúl Arévalo o David Verdaguer. El resto es un batiburrillo de tópicos, paisajes digitales poco creíbles (los chromas son pan de cada día en cualquier serie de hoy, pero aquí cantan y distraen demasiado), ambientación que tampoco acompaña (las calles de Bangkok recreadas en Alcobendas de aquella manera) y las imprescindibles dosis de carne y erotismo light.

Porque La Embajada, más que una radiografía de las corrupción de nuestro tiempo, como se había vendido, en realidad sólo pretende enganchar desde las premisas del culebrón clásico, con el glamouroso enclave de las ricachonas y pomposas fiestas del embajador. En el primer capítulo, solo faltó el mayordomo de Isabel Preysler con una bandeja de bombones colocados escrupulosamente haciendo una pirámide perfecta. Y ahí estará la clave del éxito o fracaso de la serie. Triunfará si cuaja el gancho del culebrón: infidelidades, malos y secretos, pero nada de embajadas realistas. Porque no son buenos tiempos para las series realistas en España.

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@borjateran

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