OPINION

Pascal y el cambio climático o por qué es bueno tener miedo

En los años cincuenta y sesenta, la mayor preocupación de los terrícolas era la guerra nuclear. Las imágenes de la devastación causada por las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki crearon en la humanidad un pensamiento sombrío que se reflejó en películas de ciencia ficción como "La máquina del tiempo" y en libros de filosofía como el de Karl Jaspers titulado "La bomba atómica y el futuro de la humanidad". Hoy, ¿alguien piensa en la guerra atómica? Pocos. Y a pesar de eso, hay más armas nucleares que en los años cincuenta.

En los años setenta, la mayor preocupación de la humanidad era la superpoblación.  Llegaría un momento en que no cabríamos en el planeta y al final nos devoraríamos como lo hacían los personajes del libro de "Make Room" (Hagan sitio), de Harry Harrison. Años después se convirtió en una película de culto, "Cuando el destino nos alcance", donde se veía a los seres humanos almorzando unas pastillas de colores que, en realidad eran seres humanos liofilizados. Según la película, Nueva York tendría 40 millones de habitantes.

¿Y en los años setenta? La congelación. Según cuenta el economista John Naisbitt en su libro "Mindset" (Esquemas de pensamiento, aunque no está traducido), había un premio Pulitzer llamado George Will que lo exponía sin complejos:  “Algunos climatólogos", decía Will, "creen que la temperatura media en el hemisferio Norte puede caer dos o tres grados al final de siglo. Si ese cambio de clima sucede, habrá megamuertes y levantamientos sociales debido a que decaerá la producción de grano en las latitudes nórdicas”.

Para añadir más leña al fuego, (o más hielo al refrigerador), el escritor Lowell Ponte convirtió un best seller titulado  "El enfriamiento: ¿ha empezado la edad del Hielo? ¿Sobreviviremos?". Esto sucedía en los años setenta. Sobrevivimos, claro.

En los años ochenta, al catastrofismo le dio por decir que ensuciábamos el planeta con un montón de desperdicios y que nos íbamos a ahogar en nuestros propios esputos metropolitanos. Grandes ciudades en todo el mundo comenzaron su plan de reciclaje para no lanzar más porquería a las calles.

A partir de los primeros años de este siglo, la preocupación más seria es el calentamiento global. Debido a la acumulación de CO2 en la atmósfera, determinados rayos solares que solían rebotar en la corteza y salir de nuevo al espacio, se quedaban por culpa de la capa de contaminación: se formaba así un gigantesco invernadero donde nos íbamos a asar como pajaritos en barbacoa.

Eso nos obliga a poner filtros a las fábricas que echan humo, controlar las emisiones, evitar los vertidos, y proponerse en serio limitar los gases. Llegados a este punto, la pregunta es: visto lo visto,  ¿lo del efecto invernadero es una milonga?

Porque se ha desatado una guerra entre los que piensan que estamos cambiando el clima, y los que piensan que aquí hay un negocio montado por alguien (no se sabe muy bien quién), que nos está manipulando para que nuestras economías no crezcan.

El escándalo de unos mails destapados por un hacker furioso, donde los expertos ecologistas se cruzaban mensajes para exagerar el cambio climático, ha hecho mucha pupa a los ambientalistas.

¿La verdad? La verdad es que frente a la idea del posible cambio climático, hay que creérselo porque así seremos más limpios. Tener miedo al cambio climático hace que las empresas inviertan más dinero en coches menos contaminantes, en que aumentemos el peso de las energías no contaminantes y que seamos más cuidadosos. ¿Intereses? Lo hay. ¿Exageraciones? Las hay. Pero siempre será mejor tener miedo al cambio climático que no tenerlo. Y voy a usar a Pascal para demostrarlo.

Pascal, el filósofo francés, lo explicaba a su modo hace tres siglos, cuando describía las ventajas de creer en Dios: si crees y no existe, no pasa nada. Pero si no crees y existe, irás al infierno. De modo que, es mejor que creas que existe Dios porque nunca irás al infierno.

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